12.10.2006

PUERTAS CERRADAS Y BRETES PUESTOS


La Nación, lunes 3 de julio 1944, pág. 12. Cuesta creerlo. Ya es 1968 en el país atemporal.

DE LEJOS ES el hecho criminal más invisibilizado de la violencia futbolera argentina y por eso no ha dejado de echar olor. Ahora, por primera vez, más de sesenta años de lo ocurrido, se lo va a intentar reconstruir con los despojos documentales y testimoniales que han quedado en un país que hace todo lo posible para olvidar y borrar su pasado, amén de la censura y el libreto casi único que le hicieron reproducir a la prensa de entonces.

El domingo 2 de julio de 1944, en la entonces monumental Herradura de la avenida Figueroa Alcorta al fondo, se enfrentaron el local, River Plate, y San Lorenzo de Almagro. Arbitró un pope de neto corte y materia prima nacional como Bartolomé Macías en casi todos lados, para otros en el país de las por lo menos dos versiones, José Bartolomeo Macías a la hora de pelar la papeleta (vulgata: libreta de enrolamiento), alguien que como le recordarán a la hora de la despedida final, en 1966, era ritualmente recibido por la más unánime silbatina de los cuatro costados como expresión de repudio a su famosa inflexibilidad, lo que a la postre terminó transformándose hasta cierto punto en una forma un tanto sui géneris de homenaje [NOTA: Semanario Primera Plana, 19 de abril de 1966, pág. 80, la sección TRANSICIONES, subtítulo MUERTES. José Bartolomé Macías falleció a los 65 años, de un síncope, durante una cena en el club Huracán con ex colegas argentinos y uruguayos, el 10 de abril], y el resultado final fue 2-1 favorable a los de La Banda que ya contaban con La Máquina en todo su esplendor.

Los únicos datos que se pueden considerar ciertos, indubitables, son que estuvo nublado, frío, húmedo, una típica jornada porteña de los inviernos de entonces, y que el estadio rebalsaba a tal punto que La Nación de los Mitre y La Razón de los Peralta Ramos coincidieron en que la concurrencia puede estimarse en unas 70 mil personas, algo tropicalista no sólo contrastando con la temperatura ambiente reinante sino el mote con que se conocía al mayor estadio del país desde hacía casi dos lustros era porque le faltaba una cabecera completa que le daba la espaldas al Mar Dulce por donde los días de buen clima era posible apreciar el perfil brumoso de la isla Martín García, el paso de los veleros, los barquitos delteros, los de cabotaje de para nada despreciable tamaño y hasta algún carguero trasatlántico rebosante de granos estibados en Rosario y con el destino cierto que siempre tuvo todo eso. Pero asimismo donde jornadas como aquellas se colaba un chiflete gélido desde las para nada poéticas aguas color de león azulaba las caras, enrojecía narices, hacía llorisquear sin estar para nada de duelo y obligaba a estarse soplando constantemente el hueco los puños por los dedos ateridos.

También que el saldo final de lo que ya se había decretado que tenía que ser accidente y culpabilidad de la inconducta de la chusma concurrente fue finalmente de nueve (9) muertos y una cantidad de heridos de toda consideración, algunos que salvaron casi milagrosamente la vida, y cuyo piso, estimativamente, a ojo de buen cubero, como siempre, debe haber andado por el centenar.