12.10.2006

ENTRE EL ACCIDENTE DE SIEMPRE Y LA EXTRAÑA PSICOSIS


Vicente Pintado, 14, repartidor de almacén. Era la primera vez que iba a una cancha y dicen que tropezó. A él le echaron la culpa de todo. No hay perdón para tanto encubrimiento.

NO ES NI DESCABELLADO ni tampoco barato establecer prima facie que en el mundo hay dos tipos de accidentes: los que ocurren en los demás países, comunes, normales, tipo sucesos imprevistos, tal como lo pontifica la Real Academia, y los de la Argentina, que son otra cosa, cualquier otra cosa, menos lo que el resto de la humanidad entiende por accidentes. Sobre todo más chanchos y con la crispación y conmiseración con uno mismo que trae la impotencia ante la impunidad con que obscenamente siempre se ha exhibido y alardeado el Poder. El juez de turno que tomó intervención fue el doctor Ignacio L. Albarracín, secretaría Benítez Cruz, junto con la comisaría 33ª, a cuyo frente se encontraba el comisario Luis Pablo Cortés Conde con la asistencia del oficial principal Eduardo T. Legarreta, quien tuvo a su cargo la redacción del sumario. La primera medida de Su Señoría, justamente, fue anunciar que al famoso y preciado documento lo retendría “el tiempo que sea necesario para obtener el mayor número de declaraciones y referencias sobre el luctuoso accidente”, una tautología desde donde se lo mire y para decir lo menos, si ya había sido decretado accidente prácticamente antes de suceder y para qué perder el tiempo en acumular testimonios, indicios y pruebas para probar lo que está probado de antemano, un medida que encima corre el riesgo de ser arrasada por algo tan extrajudicial como que la repetición del estímulo causa la cesación de éste. El mensaje parece mucho más sencillo, sin tantas vueltas: ya entonces, el sumario era como el fútbol y la Copa, que se miran y no se tocan.

En el libreto impartido, ni siquiera copiado a carbónico, menos a mimeógrafo de cola de pescado, como se usaba en la época, sino que los cronistas destacados copiaron en sus libretitas como obedientes escolares ante el dictado, la encaprichada y envidiosa fatalidad que se ensañó desde siempre con un país condenado al éxito (NOTA: La aseveración que dio la vuelta al mundo en marzo del 2002, dicha por el entonces circunstancial presidente de la República, doctor Eduardo Duhalde, y que fue recogida hasta por el Diario del Pueblo, el Remín Ribao, de Pequín, atribuyéndosela a “un famoso filósofo brasileño” que no se tomó el trabajo de identificar), pasó al olvido con el talón de Aquiles de no haber ni siquiera intentado explicar por qué esa pandemia de extraña psicosis de prisa que estaba en la atmósfera de esta parte del Cono Sur estalló solamente en ese sector, un tramo de escalinatas y descansos donde a lo sumo había medio millar de personas, como calculó Crítica saliéndose un momento de los dictados, en su edición del martes 4 de julio. Lo que sí publicaron todos al unísono, como buenos alumnos, fue que el disparador de todo había sido el tropezón que en este caso fue caída, no como en el tango, del adolescente Vicente Pintado y que el mayor que lo había llevado y acompañado, al agacharse para ayudarlo a levantar, un tal Vicente Scabuzzo, vecino del pasaje entre la Gaona y la estación Villa Luro donde vivían, hicieron de inocente e involuntario tapón. Más atrás, de pronto, al grito de “¡Aura!” que nadie escuchó pero que tuvo que haber por lo menos inconcientemente existido porque pareció que todos estuvieron aflatadamente de acuerdo y se desató el alud humano de pronto, sin razones ni progresiones, y que fue tan fulminante como imprevisto, además de incontenible, que a todos les resultó tan imposible de explicarlo como de detenerlo para salvar la vida o quedar por lo menos algo ilesos.

A todo esto, al adulto Scabuzzo no le tiraron más ni un bocadillo, no figuró en ninguna de las listas y ni siquiera se supo si se despeinó, era calvo o se arrugó el traje porque en aquellos años a la cancha se iba de pilcha. Silencio de radio. Su protagonismo fue efímero, comenzando el movimiento de agacharse para rescatar a la criatura y chau, Figueroa Alcorta, su ruta. Ahora el protagonismo de Vicente Pintado, de 14 años, tiene ribetes que le dan razón de ser. Primero que nada la identidad social del chico les vino como anillo al dedo porque al revisarse los testimonios impresos sobrevivientes deja toda la sensación de casi haber sido el único muerto cuando cada víctima fatal tenía su historia, en tanto ser humano y su entorno, tan o más dramática. Pero el pibe empezó a acopiar lugares comunes que luego, casi dos décadas después, serán explotados por el folclore tétrico de la violencia futbolera. El primero, fundamental, era que se trataba de su debut en una tribuna como asistente a semejante espectáculo, y para colmo qué espectáculo, una Herradura en la que no cabía un alfiler, con los Millonarios y los Santos frente a frente y peleando la punta. Habitante de un pasaje de dos cuadras de casitas bajas por Villa Luro, entre la estación del todavía Ferrocarril Oeste y la Gaona, el padre era un lustrador de muebles que estaba inmovilizado por una cardiopatía en una época en que los derechos de los trabajadores justamente van a arrastrar a todos tras un nuevo líder, los familiares se la veían negras en ese momento para remar trámites y eximir de la colimba al mayor de los hermanos, porque su trabajo era el único ingreso, y el muerto se había conseguido un reparto de almacén para arrimar algunas chirolas a un presupuesto familiar donde de lo que más había era justamente todo lo que faltaba.